Elisabeta nació en una familia de campesinos (Șuța) en un pueblo del sur de Rumanía: Domnești, en el condado de Argeș. Se casó a los 19 años y adoptó el apellido de su marido, Gheorghe Rizea.
Se encaminó hacia una vida campestre ordinaria, pero poco sabía que el final de la Segunda Guerra Mundial significaría el comienzo de su propia guerra con las autoridades comunistas, impuestas por el ejército soviético durante esa época. Su tío, un líder local del Partido Nacional Campesino, fue asesinado por la policía secreta, lo que llevó a su marido a unirse a una guerrilla anticomunista, dirigida por el coronel Gheorghe Arsenescu. Así, Elisabeta se convirtió en informante y proveedora de suministros para el grupo.
En el verano de 1949, el grupo de Arsenescu sufrió una emboscada y, durante su huida, murieron dos oficiales, lo que dio lugar a una amplia investigación y búsqueda. Elisabeta Rizea fue desenmascarada por un compañero del pueblo y enviada a prisión. Permaneció encarcelada durante 18 meses antes de ser juzgada y fue condenada siete años después. Durante todo este tiempo fue golpeada con frecuencia hasta desmayarse, colgada por los pelos, arrancada la cabellera, quemada y acabó con las costillas rotas, las rodillas rotas y completamente calva, pero nunca traicionó a ninguno de los luchadores anticomunistas escondidos en las montañas y siguió ofreciéndoles comida e información después de su liberación. En 1961, cuando el líder del grupo, Arsenescu, fue detenido, Elisabeta Rizea fue arrestada de nuevo y condenada a 25 años de prisión, siendo declarada “enemiga del pueblo”, pero fue liberada después de sólo tres años debido a una amnistía general adoptada en 1964. Llevó el resto de su vida en el anonimato en el pueblo natal de su marido, Nucșoara, y murió de neumonía vírica en 2003.
Su valentía y lealtad a sus compañeros y a sus propias convicciones sólo salieron a la luz después de 1989, cuando el régimen comunista fue finalmente abolido en Rumanía. En una entrevista que concedió tiempo después de la Revolución, declaró que “los comunistas nos quitaron todo […] Sin embargo, lo que no pudieron quitarnos fue el alma”.
Elisabeta Rizea es un ejemplo notable de cómo los valores de la libertad, la dignidad y la democracia pueden ser promovidos por personas de origen muy humilde.